Cuando era pequeño vivía en casa de mis abuelos, ya que mi padre trabajaba 17 horas al día y mi madre me había abandonado. Pero eso no es lo importante, sino que se supone que en el sótano, debajo de unas maderas que procuran ocultarlo, hay una puerta que se abre hacia otro piso, con un tirador de bronce grande como un gato. De pequeño solía imaginarlo como una especie de habitación del pánico, pero mi abuelo me prohibió abrir esa puerta.
Admito que una vez lo intenté. No tendría más de ocho años, y estaba deseando ver qué se ocultaba debajo de mis pies, pero solo podía averiguarlo si conseguía abrir esa dichosa puerta. Con mis pequeñas manos agarré el tirador de bronce en forma de anilla, pero apenas conseguí levantarlo un par de centímetros. ¿Cómo iba a poder abrir la puerta si esa anilla pesaba más que yo? Pero la curiosidad me estaba matando, así que fui a buscar el viejo rastrillo que mi abuela solía utilizar para limpiar la entrada de hojas secas y pasé el mango de madera por la anilla. Lo siguiente que recuerdo fue un "crack" y ver el mango roto a la mitad.
Salí de allí a la velocidad del rayo, tratando de ocultar que había estado en el sótano, y subí a mi dormitorio para esconderme debajo de la cama. No era que tuviese miedo de mis abuelos pero lo tenía de mi padre. Era un ser cruel, disoluto y de muy mal carácter. Si llegaba a enterarse de que yo había roto el mango del rastrillo intentando abrir una puerta a la que tenía prohibido acercarme desde que tenía memoria... solo pensarlo me aterrorizaba.
No sé decir cuánto tiempo pasé debajo de esa cama, encogido sobre mí mismo y con el corazón martilleándome en el pecho. Lo que sí recuerdo con la claridad del aire o el agua, es haber oído una conversación a gritos entre mi padre y mi abuelo.
-¿Dónde coño está ese crío?
-No vas a acercarte a mi nieto, Robert.
-Ha roto el puñetero rastrillo.
-Solo es un rastrillo, no es el fin del mundo. No dejaré que le pongas una mano encima por una travesura.
-¡Soy su padre! ¡Yo decido si quiero romperle los dientes!
-Un hijo no te hace padre, y no te mereces serlo. ¡Lárgate de aquí!
No recuerdo mucho más porque me quedé dormido, pero sí recuerdo que no volví a ver a mi padre nunca más. Te parecerá una locura, pero me alegro. Mi hermana y yo estamos mucho mejor desde que ese monstruo se fue para no volver.
Pero hace un año mi abuelo enfermó, después de dieciséis años cuidando de mí y de mi hermana pequeña, después de la muerte de mi abuela y de que él me ayudase a convertirme en el hombre que soy hoy para poder cuidar de él y de mi hermana, el cáncer está devorando su cuerpo desde los pulmones. Ojalá hubiese fumado en algún momento de su vida, habría podido entenderlo, pero ¿esto? No, esto no es justo.
Me pasaba horas muertas sentado al lado de su cama, hablando con él y haciéndole reír como él solía hacerlo cuando yo era pequeño. Lo hice hasta el día en que me entregó una llave de bronce pesada como el plomo.
-Abre la puerta, lo entenderás todo.
Y entonces cerró los ojos y la máquina del hospital inició un pitido largo que me perseguirá durante años. Mientras los médicos y las enfermeras trataban de darle un par de minutos más, yo ya me había rendido porque sabía que mi abuelo solo me entregaría esa llave por una buena razón. En el fondo siempre he temido descubrir qué se esconde tras la puerta del sótano, pero la curiosidad por esta jamás abandonó mi mente.
Esa noche, mientras Christina dormía, bajé al sótano y aparté la madera, que entonces me pareció enormemente pesada. No había olvidado ni el tamaño ni el peso de la aldaba, pero aun así traté de agarrarla con todas mis fuerzas. Me fue imposible, parecía incluso más pesada que la última vez. Saqué la llave y, como por arte de magia, en mitad de la aldaba apareció el hueco de una cerradura. Metí el astil de bronce y lo giré por la anilla, y ni en mis mejores sueños habría podido imaginarme lo que ocurriría después.
El picaporte se volvió ligero, casi parecía moverse solo, y lo agarré como quien abre un armario. Tiré de la anilla y entré al subsótano, y lo creas o no, allí había un inmenso jardín que crecía casi descontrolado pero sin una sola gota de luz del sol. No comprendía cómo era posible que hubiese setas tan grandes que uno podía sentarse en ellas, o por qué ese jardín tenía incluso un río, pero lo más extraño eran las criaturas brillantes como luciérnagas, con alas de mariposa y del tamaño de una libélula. ¿Qué clase de insectos serían esos?
Para mi sorpresa la respuesta fue: ninguno. En un momento dado, mientras estaba perdido mirando la extraña naturaleza que había debajo de la casa de mi infancia, que ahora era mía, una de las lucecitas se detuvo y se envolvió en luz, tanto que tuve que cerrar los ojos, pero por lo que alcancé a ver, estaba creciendo.
Sentí una mano apoyada en mi hombro y entonces abrí los ojos, temiéndome que fuese Christina, pero no. Ante mí había una mujer de cabello largo hasta la cintura, con los ojos de color violeta, un vestido blanco, tan fino como el aire y unas grandes alas rosas llenas de cristales brillantes.
-Tú no eres Anthony.
-No, me llamo Oscar. ¿Quién eres tú? -observé sus alas con el rostro confundido-. O más bien qué.
-Soy Allarea -asentí-. Tu abuelo cuidaba de nosotras y a cambio lo hicimos vivir durante doscientos años. Pero no somos todopoderosas, así que no pudimos hacer nada con ese mal creciendo en su pecho. Sin embargo, te concedemos un deseo por cuidar de nosotras, y lo haremos en la medida de lo posible.
-Ya, como si eso fuese a pasar.
-¿Y qué deseo pedirías? Si pudieses hacerlo, si pudieses conseguir cualquier cosa de este mundo, ¿qué pedirías?
-Talento. Quiero construir sueños, que la gente pueda soñar con lo que escribo, poder vivir de ello y que el mundo entero suspire con mis historias.
-Te lo daré, pero habrás de cuidar de nosotras.
Y así fue cómo empecé a construir una historia, mi historia, y cómo me convertí en uno de los escritores más famosos de todos los tiempos. Pero me arrepiento. Si hubiese sabido el peso que tenía esa responsabilidad, si hubiese adivinado que tendría que vivir trescientos años para cumplir la palabra que mi abuelo les había dado, habría salido corriendo de mi casa esa misma noche, con mi hermana en brazos y una vida entera por delante
No hay comentarios:
Publicar un comentario