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viernes, 24 de marzo de 2023

Pesadilla

Era un martes corriente, con un sol tranquilo y brillante, aire fresco y sin una sola nube en el cielo azul claro. Uno de esos días en los que a uno le dan ganas de pasear durante horas solo por disfrutar un poco más de esa temperatura ideal. Eso era precisamente lo que estaban haciendo Angélica y Fernando aquella mañana de finales de invierno, recorrer una y otra vez los más de cuatrocientos metros del paseo marítimo, con el aire fresco y el olor salobre del Cantábrico.

Fernando llevaba años enamorado de Angélica, una poeta de corazón libre que no ansiaba atarse a nadie. Él lo sabía, y por eso guardaba silencio y se conformaba con ver su cálida sonrisa y saber que solo con instantes poéticos y eternos podía hacerla feliz. Eso era suficiente para su desesperado corazón.

Pero aquella no era una mañana corriente, porque aquella mañana no podían relajarse. Alguien los seguía. Era un hombre extraño, con una gabardina hasta las rodillas, un traje de los años 40 y el pelo cortado a cepillo. Si bien Angélica no se había percatado de su presencia, él no se lo sacaba de la cabeza.

Estaban llegando al final del paseo, cuando todo el cielo se volvió negro, pero Angélica pareció no darse cuenta, seguía caminando hasta apoyarse en la barandilla. ¿Por qué él era el único que veía que todo parecía... paralizado? Los pájaros se habían parado en seco, el mar se detuvo justo cuando ella se apoyó en la barandilla, y el extraño hombre del traje gris empezó a crecer de modo extraño, tanto que apenas podía ver su cabeza redonda como un globo y llena de afilados dientes o sus manos en forma de garras. Intentó correr, pero sin importar lo rápido que lo intentase o lo largas de sus zancadas, no avanzaba ni un solo metro. 

Angélica estaba allí, apoyada en la barandilla, cuando sintió algo esférico caer a sus pies. Miró al suelo pensando en devolverle el balón al niño, pero nada más bajar la mirada al suelo, gritó horrorizada. A sus pies no había un balón de fútbol, sino la cabeza de Fernando, que estaba a cuatro metros de su cuerpo, que se aguantaba a duras penas sobre sus piernas sin fuerzas antes de caer pesadamente.

Gritó horrorizada y salió corriendo. No entendía lo que acababa de pasar ni tenía fuerzas para procesarlo, solamente necesitaba salir corriendo, y entonces vio a aquel hombre. No sabía cómo no lo había visto antes, era imposible no darse cuenta de su presencia.

...

Se despertó de golpe, jadeando y sudando a mares. Llevaba días teniendo la misma pesadilla y empezaba a estar harta. Se levantó de la cama y, en la oscuridad de la habitación, miró el reloj de su muñeca, que marcaba las 4.03.

Tenía que levantarse a las 8 para ir a trabajar y no podría hacerlo si no dormía al menos tres horas más, así que dirigió sus pasos hacia la puerta de su dormitorio. Por alguna extraña razón el suelo estaba pegajoso, pero también tenía un gato que era un maldito desastre, así que podría haber hecho cualquier cosa. Por eso no le dio mayor importancia, se dirigió hacia la cocina con la cabeza hecha un lío.

Sacó un vaso del armario, abrió la nevera y lo metió en el microondas. Ni siquiera había encendido la luz, solamente necesitaba beber un poco de leche caliente para poder volver a dormirse y no sentir que su cuerpo pesaba una tonelada cuando tuviese que levantarse al día siguiente.

La luz del microondas se apagó cuando sonó la campanita, se bebió la leche sin preocuparse del calor que se le pegaba a la garganta, dejó el vaso en el fregadero con un poco de agua y volvió a su dormitorio.

El sueño no tardó en invadirla, pero cuando cerró los ojos volvía a estar junto a Fernando, caminando por el paseo marítimo bajo un sol primaveral delicioso.

...

El despertador sonó como cada día a las 8, la luz de la mañana iluminaba la habitación. Angélica apagó el despertador del móvil y, como cada día, se quedó mirando al techo con los ojos pesados. Cada maldita noche tenía el mismo sueño.

Cuando finalmente encontró ánimos para levantarse de la cama, lamentó sinceramente haberlo hecho. La habitación estaba cubierta de sangre, la cabeza de Fernando se encontraba cerca del armario, mirándola con los ojos abiertos de par en par, y su cuerpo al lado de la ventana. La sangre bajó helada por su cuerpo, marcó el número de emergencias y le dio a llamar, pero nunca llegó a explicar qué había ocurrido porque el hombre del traje gris y gabardina marrón apareció en la puerta, con una sonrisa macabra. 

Angélica no necesitaba ser adivina para saber qué iba a ocurrir. Por eso, cuando la policía llegó a su casa y rompió la puerta, encontraron los cuerpos decapitados de Fernando y Angélica en una habitación llena de sangre y una gabardina marrón en el suelo.

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