¿Has oído hablar de una serie de dibujos llamada "Foster, la casa de los amigos imaginarios"? Si eso es así, me ahorro explicarte lo que puede llegar a hacer la imaginación, y si no, solo te diré que todo lo que imagino con fuerza se hace realidad.
Todo empezó cuando tenía unos ocho años, recuerdo que llovía a mares pero no tenía paraguas, y mi madre se había roto un tobillo así que no podía ir a buscarme a la parada del bus. Hacía frío aquel día, pero tampoco podía quedarme a esperar si pasaba algún vecino, sabía que no ocurriría. Tenía que volver a casa, pese a la lluvia que caía como aguijones. Pensé con mucha fuerza que me gustaría que la lluvia no cayese sobre mi cabeza llena de microtrenzas que mi madre me ponía para que se me rizase el pelo, y salí de la estación agarrada con fuerza a mi mochila rosa y deseando llegar. No pude evitar el frío pero, cuando llegué a casa, mi ropa, mi mochila y mi pelo estaban totalmente secos.
Después empezaron a pasar cosas raras a mi alrededor. Que todo lo que imagines se vuelva realidad es un problema cuando tienes quince años y estás en contra del mundo. A esa edad todos estamos equivocados y todos creemos tener razón. Imagina a una niña rebelde de quince años, con el pelo teñido de morado y un piercing en el labio que miraba a la profesora con desdén. Pero esa mirada no era culpa mía, esa mujer era una arpía. Siempre sacaba al pizarrón a la persona que peor llevaba la lección solo para humillarle, y yo la odiaba por ello.
No puedo ocultar que los abusones son algo que realmente me saca de mis casillas. ¿Es que se creen que el mundo es suyo para atormentarlo? Sin duda esa mujer era como un pequeño hurón que me molestaba solo por su mirada y sus cejas afeitadas y pintadas una mas alta que la otra. Y un día, cuando me sacó a mí a la pizarra solo por no ser capaz de memorizar ese caos que la gente llama álgebra, me la imaginé transformándose en un hamster. Y entonces, delante de otros veinte niños gritones, a la señorita Herber le salieron unos enormes bigotes, una cola gigantesca y empezó a perder tamaño, todo ello mientras me gritaba desde detrás de sus gafas redondas que siempre dejaba caer sobre el puente de la nariz.
Fue divertido cuando toda la clase intentó explicarle al director Norway que ese hamster que Jack Rusell tenía en una jaula era, en realidad, la señorita Herber. Obviamente nadie les creyó, y como era incapaz de imaginarme a esa arpía como una persona, también era incapaz de devolverla a su aspecto humano, así que la dieron por desaparecida.
Pero la parte más rara vino en mi primer trabajo. Recuerdo que era de camarera en un bar que, noche sí y noche también, se llenaba con tres tipos de personas que yo tenía catalogadas como pulpos, mirones o quejicas. Lo primero era evidente, tenía que apartarme de todo aquel que intentaba meterme mano porque no quería transformarlo en algo ni imaginarme que se le caía algo en esas cabezas que perdían todo punto de cordura cuando tomaban algo más fuerte que el té.
Los segundos eran, hasta cierto punto, divertidos. Nunca me hablaban, simplemente me seguían con los ojos a todas partes. Los primeros cinco minutos estaba bien, me hacían sentir bonita, pero después empezaba a sentirme muy incómoda y me daban ganas de salir corriendo.
Los más inofensivos eran los quejicas. Eran silenciosos y taciturnos al principio, pero en cuanto llevaban una o dos cervezas, se volvían llorones, quejicas y lastimosos. Si no se lamentaban por sus relaciones personales o su vida en general, lo hacían por el trabajo. ¿Hola? A nadie le gusta su trabajo, e incluso los que tienen la suerte de trabajar de algo que les gusta, acaban hasta el gorro de las estupideces de la gente.
Pero el peor era mi jefe. Corría el rumor entre sus antiguas empleadas de que arrinconaba a las camareras en el almacén para abusar de ellas, y como tenía un cuñado en la policía, nadie se atrevía a denunciarlo. Creí que era una gilipollez, que ni toda la familia del mundo podía ayudar a un abusón cuando se propasaba con sus empleadas. Pero el día antes de Navidad estaba revisando la mercancía en el almacén porque sabía que tendríamos una noche complicada, y oí la puerta cerrarse.
No era novedad, esa maldita puerta se cerraba sola porque el tensor estaba en mal estado. Lo extraño era que sentía que no estaba sola. Oí a alguien subir por las escaleras, por un momento pensé que se trataba de Amelia, mi compañera de trabajo, y eso fue lo que pensé hasta que sentí que alguien me agarraba por la cintura y ponía su cadera sobre mi trasero.
Me bastaron microsegundos para darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, me giré de mal humor y le crucé la cara de un guantazo. No quería volver a hacerle daño a nadie, utilizar ese extraño poder contra otras personas no lo hacía desde el instituto y no iba a empezar ahora, pero a él no pareció gustarle el hecho de que me resistiese. Se puso rojo como un pimiento, me empujó contra las escaleras y sentí sobre mí su peso y su aliento a alcohol. Ese maldito gusano...
Y entonces empezó a hacerse pequeño, muy, muy pequeño, tanto que al final cabía en la palma de mi mano y se retorcía en su forma de lombriz. Había transformado al abusón de mi jefe en una lombriz. Se me heló la sangre. Por un momento pensé en devolverle a su forma humana, pero el mundo no ganaría nada con ello y yo tampoco, así que volví al bar, recogí mis cosas y me marché. No iba a cobrar ni ese mes ni nunca salvo que devolviese a ese gusano a su forma humana, y eso no beneficiaba a largo plazo a nadie.
Pero si podía transformar a personas en animales y evitar mojarme bajo una tormenta, podía hacer mucho más. Así que al llegar a mi casa me imaginé que era millonaria, y no te hablo de uno o dos millones, sino de cientos. Y al instante me llegó una notificación a mi viejo LG informándome de que habían llegado a mi cuenta 400 millones. Me quedé helada. Había funcionado, pero eso podía ser peligroso, así que llamé a mi asesoría para averiguar qué había ocurrido. Resultó que el Universo (así es como llamo a la extraña fuerza que hace que todo cambie a mi alrededor) se inventó que tenía una tía rica que había decidido entregarme toda su herencia. Así que ahora no solamente soy multimillonaria, sino que además soy dueña del grupo Cantilever, que se dedica esencialmente a las importaciones y exportaciones.
Hubo un tiempo en el que pensé que este extraño poder se volvería contra mi y me haría pagar muy caro lo que estaba haciendo, pero no ha ocurrido nada de eso. Nadie me ha acusado jamás por las cosas extrañas que suceden a mi alrededor, no uso mis poderes excepto que no me quede alternativa. Sé que algún día lo pagaré, algo dentro me lo dice, pero no sé cuándo ocurrirá, o si este extraño poder es el verdadero castigo. Aun así espero utilizar ese dinero y mi compañía para mejorar el mundo, para conseguir algo realmente importante.
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