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jueves, 23 de marzo de 2023

Puente de espejos

 El viento azotaba las ventanas sin piedad y entraba por los agujeros de la vieja madera, haciendo bailar las llamas de las velas. Por suerte para Aleena y su madre, la chimenea estaba bastante protegida, así que podía seguir preparando la medicina. Hilda llevaba enferma más de diez años, obligando a su hija a crecer antes de tiempo, así que había aprendido a los siete años a preparar la comida, fregar los suelos de piedra, alimentar el fuego y prenderlo sin quemarse, lavar la ropa en el río y preparar la medicina que la bruja del pueblo les había recomendado. 

Aleena no sentía nada por su madre, quizá por tener que aprender a ser madre antes de poder siquiera tener un hijo o casarse, o porque ella apenas hablaba en casi todo el día ni tenía fuerzas para ayudarla. Fuese cual fuese la respuesta, Hilda solo era una obligación más en la complicada vida de su hija.

Cuando terminó de preparar la medicina se acercó a Hilda y la ayudó a incorporarse, y la mujer de cuarenta años se tomó el brebaje amarillo sin protestar siquiera, tosió y luego volvió a tumbarse. Aleena se levantó y dejó el vaso de barro en un cubo con agua. Después de que su madre se hubiese dormido, salió de la casa y se dirigió al río, que se recorría un pequeño claro a unos metros de la destartalada casa de piedra y madera.

Cuando llegó se quitó los viejos zapatos llenos de agujeros, agradeciendo que sus pies pudiesen descansar de su ajetreado día en la hierba húmeda y fresca. Desde ese pequeño rincón podía ver el cielo lleno de estrellas y la luna creciente dedicándole una sonrisa. Eso era lo único que aliviaba un poco el constante pesar que sentía en su pecho y las ganas de salir corriendo, ese pequeño rincón que consideraba su paraíso.

Pero esa noche era distinta, muy distinta, porque un hombre de aspecto sereno, pálido como la luna, con un traje de lujosa tela y enigmática sonrisa, se sentó a su izquierda, sin preguntar siquiera. Aleena le dedicó una mirada molesta, pero él no dio muestras de comprenderlo o de que le importase.

-Buenas noches -dijo él con su voz grave.

-¿Podría dejarme a solas?

-¿Por qué quieres estar sola?

Esa pregunta le sentó como una patada en el vientre. Le daba igual que fuese rico, noble o las dos cosas, solo quería sentarse a solas bajo las estrellas un momento, ¿tanto pedir era?

-Eso no le importa.

-¿Y si escuchas la propuesta que tengo para ti?

-No me interesa.

-¿Estás segura de eso, Aleena?

Frunció el ceño con evidente molestia. Estaba a punto de responderle de mal modo, aunque eso pudiese salirle caro, pero cambió de opinión al oír su nombre. No recordaba habérselo dicho, lo que significaba que, o bien la había estado espiando, o bien algún bocazas le había dicho cosas que era mejor no contarle a un extraño.

-¿Qué propuesta?

-Sé lo que puedes hacer -ella levantó una ceja-, lo del fuego -y de golpe su mal humor se extinguió, dejando paso a la preocupación-. Tranquila, no voy a decir nada.

Iba a preguntar por qué, pero no llegó a hacerlo, el desconocido extendió su mano y, lentamente, la hierba que los rodeaba fue perdiendo el agua que había en su superficie. Pequeñas gotas flotaron hasta su mano, acumulándose hasta formar una esfera de agua que flotaba sobre la palma de su mano. Cuando el desconocido cerró la mano, el agua se transformó en una esfera de hielo, y Alina extendió la mano y agarró la esfera con sus dedos blancos, sin importarle el frío de la esfera.

-¿Qué...?

-Intenta derretirla.

-Yo no puedo hacer eso.

-Sabes que sí, solo tienes que concentrarte.

Aleena pensó en el fuego, pero nada ocurrió, la esfera seguía desprendiendo un humo blanco congelado debido al frío de su corazón. No sabía cómo hacerlo si tenía que concentrarse en ello, cuando estaba encendiendo el fuego simplemente ocurría, pero no sabía por qué o qué lo desencadenaba.

-Tranquila.

Su voz dándole instrucciones, jugando con su paciencia, empezó a enfadarla. Entonces la esfera comenzó a perder forma, a derretirse entre sus manos, hasta que volvió a ser agua ante los sorprendidos ojos negros de Aleena.

-¿Qué demonios acaba de pasar?

-Nada que no sea natural para ti.

-¿Quién eres tú para empezar?

El desconocido la miró con una sonrisa. Que hubiese dejado de tratarle como un noble le hacía mucha gracia, a fin de cuentas, ¿de dónde había sacado ella la idea de que era noble?

-Me llamo Valnar, y soy... más o menos como tú.

-Eso genera muchas más preguntas de las que responde.

-¿Y si vienes conmigo? Así todas tus dudas se resolverán.

-¿Y qué pasa con mi madre?

Valnar la miró con algo de duda. No hablaba de ella como si la quisiese, de hecho no percibía ninguna emoción hacia ella en sus ojos, simplemente era algo que estaba ahí.

-No puedo abandonarla.

-Ya lo sé, pero tranquila, la llevaremos con el maestro y él sanará su cuerpo. Volverá a ser la persona que era antes de que enfermase.

Asintió, pese a que no confiaba en él. Estaba deseando salir corriendo, era algo que había querido desde que tenía memoria, pero que no podía hacer por estar encadenada a su madre. Aleena llevó a Valnar hasta su casa, preguntándose por qué demonios estaba haciendo eso. Cuando atravesaron la puerta, Valnar no pudo evitar fijarse en aquel bulto entre las mantas.

-Aleena, lo siento, pero no sirve de nada.

-Dijiste que tu maestro podía salvarla.

-Eso pensaba pero... lleva enferma demasiado tiempo, morirá antes de que lleguemos -asintió, comprendiendo lo que eso significaba-. Sin embargo, y siento decirte esto, el puente que me ha traído hasta aquí se cerrará esta noche, así que debes tomar una decisión.

-Valnar, si te pido una cosa, ¿podrías hacerlo? -la miró con curiosidad-. ¿Puedes acortar el tiempo que le queda para que deje de sufrir?

Había elegido las palabras con cuidado, pero Valnar no necesitaba ser adivino para saber que no se lo pedía por Hilda sino por ella. La había estado observando desde hacía meses y sabía que estaba encadenada a ella, que nunca había podido alejarse demasiado de su casa ni tener algún tipo de amistad o relación con nadie porque Hilda la necesitaba casi todo el tiempo, y eso dejaba a Aleena como una marioneta dentro de su propia vida. Tal vez fuese egoísta, pero no lo aguantaba y él podía entenderlo. Sin embargo, Valnar no podía hacer lo que le pedía, iba en contra de todo en lo que creía, de lo que le habían enseñado.

-Lo siento.

-No importa -suspiró pesadamente-. ¿Puedes quedarte con ella un momento? Tengo que ir a ver a alguien.

Sin esperar siquiera a que Valnar respondiese, Aleena salió de su casa y corrió hasta la casa de la bruja. Esa mujer comprendía cómo se sentía ella y las ganas que tenía de escapar, y cuando abrió la puerta y vio esa decisión en sus ojos, lo supo.

-Tengo que irme -asintió-. La persona que ha venido a buscarme dice que a Hilda no le queda suficiente tiempo para llegar a donde vamos, así que tengo que pedirte un último favor, Amelie.

-Lo haré, solo vete y no mires atrás. 

Asintió con una sonrisa esperanzada por primera vez en su vida. Nunca había sentido esa cálida sensación en su pecho, y mientras Amelie la seguía hasta su casa para poder trasladar a Hilda a su propia morada, no podía evitar pensar en el momento en que ella había tomado casi la misma decisión que Aleena, cuando tuvo que elegir entre arar el campo que su padre cultivaba para el barón, o seguir el camino del puente de espejos y elegir su propia vida.

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