María estaba harta de su trabajo, realmente harta. Trabajaba para Sandro Pérez, un hombre de cincuenta años español por parte de padre e italiano por parte de madre. Sandro tenía ideas muchísimas ideas, quizá demasiadas, así que por querer abarcarlo todo no prestaba atención a casi nada, y eso incluía pagarle a María, que seguía trabajando porque no tenía alternativa porque, a falta de experiencia, nadie la contrataba. Por eso había empezado a trabajar para Sandro, pese a que lo conocía perfectamente y sabía de qué pie cojeaba.
Aquella mañana ni siquiera tenía ánimos para ir a trabajar, se sentía cansada, había estado dando vueltas toda la noche y saber que tendría que aguantarle no mejoraba su humor. Aun así se vistió para ir a trabajar y caminó hasta la oficina que, como casi todos los días, estaba vacía. Sin muchas ganas sacó su ordenador de la mochila y conectó el cargador.
Llevaba un par de horas aburrida, mirando a ninguna parte porque en la oficina nunca había demasiado que hacer, a parte de mantenerla limpia. Sandro apareció por la puerta, con un pintor delgaducho, tanto que parecía un milagro que pudiese mantenerse en pie por sí mismo.
-María -levantó la mirada del ordenador-. ¿Has visto las llaves?
-¿Qué llaves?
Sandro señaló la puerta que llevaba al local del entresuelo y María suspiró pesadamente. El viernes había estado subiendo cajas a ese maldito local de escaleras angostas y muy poco iluminado, y había dejado las llaves sobre el mostrador. Al llegar por la puerta aquel lunes las llaves ya no estaban, así que supuso que Sandro las había guardado.
-Ni idea, yo las dejé en el mostrador.
-Voy a mirar atrás.
María no necesitaba ser adivina para saber qué iba a ocurrir. Sandro se volvió loco buscando en la trastienda, donde había instalado su despacho, las llaves con un prendedor verde. María suspiró mirando al cielo y empezó a buscar las llaves en su mostrador, por si se habían colado entre algún papel. Llevaba ya un rato buscando cuando Sandro apareció por el pasillo y la miró con cara de circunstancias.
-Tienes que tenerlas tú, te las he dado a ti para guardar las cajas. Búscalas porque tienes que tenerlas tú.
-¿Y no te las habrás dejado en casa?
-Lo dudo, pero voy a mirar -respondió apresuradamente.
María sabía perfectamente que ella no las tenía, no porque no hubiese buscado bien o porque existiese la mínima posibilidad de que se las hubiese llevado por accidente, sino porque estaba segura de que las había dejado sobre el mostrador, encima de una placa de cristal donde había cinco tarjetas más viejas que el Arca de Noé.
En cuanto Sandro se fue, María se sentó en su silla blanca giratoria, con la cabeza dándole mil vueltas y unas ganas tremendas de tomarse un café con Mercedes, su madre. Estuvo a punto de escribirle, pero no podía dejar al pintor solo, cruzado de brazos, mientras esperaba a unas llaves que no iban a aparecer y teniendo que soportar a Sandro. El timbre del teléfono le hizo levantar la cabeza, y en la pantalla de su Smartphone apareció el nombre de su jefe.
-Joder... -dijo en un suspiro antes de pulsar en el teléfono verde-. Dime Sandro.
-¿Las has encontrado?
-No.
-Pues habrá que llamar a alguien para cambiar la cerradura, y me jode porque acabo de cambiarla.
Después de unos dos minutos de conversación, colgó el teléfono con el ánimo por los suelos. Sabía que no debería haberse levantado de la cama ese día. Mientras lamentaba el momento en el que se había vestido y convencido a sí misma para ir a trabajar, el pintor salió de la trastienda. No quería ni saber qué estaba haciendo allí o cómo había entrado, tenía demasiadas cosas en la cabeza.
-María, ¿son estas?
Se quedó mirando las llaves, con un prendedor verde y un montón de copias de la misma llave. Tenía que ser una maldita broma.
-¿Dónde estaban?
-En la oficina de Sandro, debajo de una carpeta -respondió mientras dejaba las llaves sobre el mostrador.
-Voy a comprobarlo.
De algún modo se temía el resultado. Sostuvo entre sus manos una de las llaves de seguridad, la introdujo en la cerradura y la giró despacio, con una suavidad digna de un engranaje perfecto. Pudo oír un "clic", pero antes de abrir la puerta, volvió a girar la llave, la sacó de la cerradura y miró al cielo con aspecto derrotado.
-¿Y se supone que la despistada soy yo? -miró al pintor-. Dame un minuto solamente, primero voy a matarlo y luego te abro.
Hablaba metafóricamente, pero incluso el pintor comprendía su punto de vista. Conocía a María desde hacía años, a ambos en realidad, y sabía que Sandro era al menos tres veces más despistado que esa pobre chica, que solo quería tener un poco de experiencia para poder buscar un trabajo donde le pagasen un sueldo adecuado y no tuviese que perseguir a su jefe para que le pagase.
María desbloqueó el Smartphone, buscó el número de Sandro y deslizó su nombre para llamarle. Después de dos tonos, finalmente la voz de Sandro respondió, algo molesto por la "desaparición" de las llaves.
-¿Sí?
-Han aparecido. Estaban debajo de una carpeta en tu despacho -y casi pudo sentir cómo Sandro se maldecía a sí mismo interiormente-. Sí, tranquilo, yo me encargo.
Típicamente Sandro le había pedido que vigilase la oficina porque él no iba a estar en todo el día, lo cual era bastante común. Con una sonrisa de oreja a oreja, María abrió la puerta del local contiguo y volvió a su trabajo.
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