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sábado, 15 de abril de 2023

Ragnar

 Desde que era pequeño, adoraba a los animales. La idea de que alguien pudiese hacerle daño a un animal era inconcebible para Jesús, así que el día en que le regalaron un cachorro marrón arrugado, con el hocico negro y unas graciosas orejas caídas sobre su cabecita, fue el día más feliz de toda su vida. No era su cumpleaños, ni Navidad, ni una fecha especial, simplemente un vecino del pueblo le regaló ese perrito, y él se enamoró de él hasta tal punto que Leticia fue incapaz de separarles.

Decir que Jesús y Ragnar eran inseparables, era un eufemismo. El chico había sacado su nombre de un libro que su padre guardaba en su biblioteca. Leticia creyó, durante años, que a un perrito tan adorable no le terminaba de cuadrar ese nombre. Mientras veía crecer a su hijo, sin embargo, cambió de opinión. El perrito resultó ser un bullmastiff que a los tres años medía más de medio metro y pesaba casi tanto como ella. No obstante era un trozo de pan que no haría daño a una mosca. Ragnar seguía durmiendo con Jesús, que lo sacaba a pasear cada día por el bosque.

Hubo una ocasión que se quedó gravada en la memoria de Jesús, que entonces tenía catorce años. Si bien el perro era dulce y cariñoso, también tenía cierto instinto cazador que quedó patente aquella tarde de mediados de julio. Era un día como otro cualquiera, con el sol de media tarde arrancando destellos a las hojas recién salidas del bosque, cuando Ragnar levantó una pata delantera, entrecerró los ojos y se quedó mirando a un punto fijo en mitad del bosque.

-Eh, campeón, ¿qué estás mirando?

Jesús siguió la dirección de los ojos de Ragnar, y alcanzó a ver, entre los matorrales, a un inocente gazapo de color pardo cuyas orejas sobresalían entre la espesura. No debía pesar ni un kilogramo, y aun así Ragnar lo tenía cruzado, atrapado entre sus ojos, y estaba empezando a salivar.

-Oh, no, Ragnar, ni se te ocurra.

Pero era ya muy tarde, y lo único que Jesús pudo hacer fue sujetarse a la correa haciendo surf con sus propias deportivas, mientras Ragnar lo arrastraba por el bosque, en pos del conejo. Poco importaba lo mucho que Jesús protestase o tratase de tirar de él, su perro se había obsesionado con el conejo, que empezó a correr por el bosque al verse perseguido por el perro.

Jesús trataba de frenarle como buenamente podía, pero el perro tenía más fuerza que él. Normalmente le obedecía sin protestar, paraba cuando él quería y nunca atacaba a nadie, pero ese conejo le había obsesionado y había hecho sobresalir el poco instinto cazador que tuviese. 

-¡Ragnar, para!

Gritó en cuanto vio un zarzal formando un túnel en mitad de un estrecho camino. Si había espacio para el perro, era de milagro. Intentó zafarse de la correa, pero, como siempre, la llevaba sujeta a la muñeca para poder pararle si se descontrolaba. Claramente ese plan hacía aguas por todas partes.

-¡Ragnar!

El conejo vio el agujero en el zarzal y entró a toda velocidad, huyendo de Ragnar, que tardó muy poco en seguirle al interior del matorral, arrastrando con él a Jesús, a quien el trayecto se le hizo extraordinariamente largo.

Cuando finalmente el perro atravesó el zarzal, se detuvo casi de golpe, oteando el horizonte con mirada aviesa, y luego miró a Jesús con una sonrisa. El chico se levantaba como podía, estaba totalmente arañado, tenía zarzas clavadas en los brazos y en las piernas, arañazos de piedras en el pecho y una herida en la ceja. Ragnar se acercó a Jesús y empezó a lamerle las heridas como un gesto de disculpa. Si en algún momento el chico había estado enfadado con su perro, se le pasó al instante.

-No vuelvas a hacerlo.

Emprendieron el camino a casa y entraron al adosado. Leticia abrió los ojos como si fuesen a salirse de sus órbitas al ver a Jesús lleno de arañazos que empezaban a cicatrizar.

-¿Qué narices ha pasado?

Cuando Jesús empezó a narrarle su desventurada aventura a su madre, ella intentó permanecer seria, pero el chico podía ver cómo estaba haciendo innumerables esfuerzos por no reírse mientras él le contaba cómo había hecho esquí por el bosque y finalmente atravesado un zarzal por un conejo que, finalmente, se escapó.

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