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jueves, 4 de enero de 2024

Laura

 Gabriel era una persona distante, solitaria y poco amigable, pero también era amable y dulce. No tenía amigos porque, simplemente, no le interesaba. A él le gustaba la soledad, el silencio y la tranquilidad, era como mejor se sentía. Tampoco le gustaban los videojuegos, ni las redes sociales ni nada tecnológico. No era un ludita, simplemente prefería la música. Gabriel se sentía bien llevando una vida silenciosa, componiendo canciones para subirlas a Internet y escribiendo letras, hasta que sus ojos se cruzaron en el pasillo del instituto con una joven a la que no había visto nunca.

Era algo más alta que él, con el pelo negro muy oscuro brillante y sedoso, piel de porcelana, con una camisa negra y unos vaqueros negros desgastados, una pulsera llena de tachuelas y unos brillantes ojos de color azul hielo.

Nadie más parecía haberse fijado en ella, o más bien parecían evitarla, como si les aterrorizase de un modo inexplicable, como si mirarla directamente fuese peor que mirar a los ojos a la mismísima muerte, pero a él le parecía interesante.

Ese día no tuvo el valor para acercarse a ella, y de hecho trató de apartarla de su cabeza, pero a las seis de la tarde, cuando había agarrado su libreta y su guitarra para ponerse a componer, le sorprendió ver que sus palabras siempre acababan guiándose hacia esa joven de ojos azules.

Las siguientes dos semanas fueron un poco intensas para él. Por suerte no tenía amigos o habría tenido que soportar que le tomasen el pelo porque, cada vez que tenía un instante en el que su concentración podía liberarse un poco, se sorprendía a sí mismo recorriendo con la mirada los pasillos, la cafetería, el patio o donde quiera que se hallase, buscando esos ojos azules en algún rincón.

Con el tiempo mirarla sin que se diese cuenta se convirtió en su mayor entretenimiento, y solo observándola pudo averiguar muchas cosas sobre ella. Nadie sabía quienes eran sus padres o de dónde venía, había llegado con su hermano, del que no sabía el nombre, a finales del verano. Siempre se vestía de negro y no era amable, al contrario, tenía la lengua más afilada que una espada. Tampoco tenía amigos, y en parte era por su hermano, pues en el pueblo se rumoreaba que había escapado de la cárcel. Tonterías de gente con demasiado tiempo libre, en su opinión.

Pero había una cosa que no había podido predecir, algo ínfimo pero infinitamente importante: la chica misteriosa no tenía paciencia y le molestaba mucho que la observasen.

Descubriría ese pequeño detalle un martes por la tarde, cuando estaba a punto de volver a casa tras pasarse desde las cuatro a las seis aguantando a la profesora de física. Esa no fue una tarde diferente. La señora Velazquez, una mujer de cincuenta años con el carácter del vinagre más ácido, lo aburrió durante dos horas en una clase que compartía con esa chica, y cuando el timbre sonó ella recogió sus libros rápidamente. Gabriel fue a dejar unas cosas a la taquilla, pues la mochila ya pesaba lo suyo por sí sola y no quería llevar peso extra, cuando estuvo a punto de quedarse sin dedos, no sabía si literalmente.

Levantó la mirada para ver qué había podido causar que la taquilla se cerrase tan fuerte por sí sola, y se encontró con una mirada afilada como una navaja de unos ojos azules tan fríos como un témpano de hielo.

-¿Qué demonios quieres? -espetó sin siquiera saludarle.

-Yo también me alegro de verte.

-¡Al grano!

-Si dejas de gritarme a lo mejor puedo contestarte.

La chica bufó molesta. No le gustaba tener que aguantar esas estupideces, estaba harta de sentirse observada, y al fin había descubierto por qué siempre que paseaba por alguna parte, sentía que alguien le clavaba los ojos en la nuca.

-Soy Gabriel.

-Laura. ¿Vas a decirme qué quieres?

-Nada, solo sentía curiosidad -Laura levantó una ceja con cierto gesto de sorpresa-. Me pareces interesante.

-Ya...

-Oye, si te molesta que te observe, dejaré de hacerlo, pero antes tienes que salir conmigo un día, y eso será todo. 

Pensó que iba a aceptar, que en algún momento ella claudicaría y acabaría por aceptar, después de rogarle durante semanas, pero lo que hizo... si no hubiese sido por la grabadora de su móvil, nunca se lo habría creído.

Gabriel solía poner su móvil a grabar en la clase de la señora Velazquez, porque así, por mucho que se aburriese, podía enterarse de algo. Por suerte para él, ese día no había parado la grabación todavía.

Cuando llegó a casa, después de pasarse varias horas con la cabeza dando vueltas, con cierto mareo y algo frío en el fondo de su mente, puso en marcha la grabación para tomar notas. Cuando finalmente terminó con sus apuntes, la grabación no había terminado.

-...pero antes tienes que salir conmigo un día, y eso será todo.

-¿Qué demonios? ¿Cuándo he dicho yo eso?

-Escúchame bien -se oyó la voz clara y pausada de Laura-. Vas a olvidarte de mí...

-Te sangra la nariz.

-¡Silencio! Te olvidarás de mí y que me has conocido, ¿te queda claro?

-Sí...

¿Cómo había podido olvidarlo? ¿De quién era esa voz? Fuese quien fuese, no se acordaba en absoluto de esa chica, así que decidió pasar del tema.

Un mes más tarde, finalmente había logrado terminar de componer una canción decente, tras encontrarse cientos de fragmentos con ojos azules que no tenían el menor sentido. Suspiró pesadamente, salió del aula de ciencias y se tropezó directamente con una figura oscura. Cuando levantó la mirada vio a una chica con los ojos azules, vestida de negro y con la piel pálida como la de una muñeca de porcelana.

-Lo siento... -ella no respondió-. Espera un segundo, yo te conozco.

-Francamente lo dudo, acabo de mudarme.

-Laura...

Por primera vez en toda su vida, alguien la había pillado por sorpresa. Se acordaba... pero eso no era posible, nadie lo hacía, nadie podía ignorar sus órdenes, nunca. Por eso no hacía más que mudarse de ciudad en ciudad, por eso nunca se quedaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Cosas tan simples como "dame un poco de agua" tenían que ser cumplidas al momento, sin importar si lo decía o no en serio. 

-No sé de qué me hablas.

-No es verdad, te olvidé durante semanas pero soy cantautor, escribo canciones, así que acabé por recordarte.

No era exactamente la verdad, ni tampoco una mentira. Había sido una acumulación de cosas pero eso era muy largo de explicar. Entre la grabación, las canciones, esa mirada de ojos azules grabada a fuego en su cerebro y su nombre repitiéndose como un eco, aunque no recordase por qué.

-Vale, ¿qué demonios quieres? -preguntó cabreada.

-Una explicación, ¿por qué demonios desapareciste?

-¿Quieres saberlo? -él asintió seriamente-. Dame tu guitarra.

No quería aceptar, no lo habría hecho nunca, era un regalo de su madre y tenía esa guitarra en muy alta estima, y, sin embargo, le entregó la guitarra sin protestar, como un gesto mecánico e inexplicable. No le dejaba a nadie ponerle un dedo encima a su preciado instrumento, y acababa de dárselo a una chica muy extraña.

-Precisamente por eso -le devolvió la guitarra-. Mi familia no es como las demás, tenemos una especie de... bueno, ellos dicen que es un don, para mí es más bien una maldición.

-No lo entiendo.

-Todo el mundo debe hacer caso de lo que decimos, todo el tiempo. Mi padre lo usa para que su negocio crezca, es el propietario del grupo Dalvader.

-Esa empresa genera más PIB que todo América al completo -Laura asintió con amargura.

-Mi madre, en cambio, lo usa para ganar subastas. Mi tío es accionista mayoritario de los laboratorios Biadoxic... todos en mi familia usan su don para ganar dinero. Los únicos que no queremos saber nada del tema somos mi hermano Victor y yo.

-No lo entiendo.

-A los ocho años yo tenía todo lo que una niña de ocho años podría querer. No importaba qué fuese, mi niñera me daba todo cuanto quería. Un día le pedí algo que no sabía que era peligroso: que me cogiese una muñeca que se me había caído por la ventana. Ya ves qué cosas. Celia obedeció, como siempre hacía, pero a esa edad no sabía ser específica con lo que quería, y en lugar de decirle "se me ha caído la muñeca, baja a buscarla" señalé la ventana y le dije "mi muñeca se ha caído, ve a por ella".

Cuando llegó a ese punto, Gabriel empezó a entender por qué ella apartaba a todo el mundo, pero no la interrumpió porque seguramente no había hablado de ese tema con nadie en el mundo.

-Celia obedeció, saltó por la ventana de una habitación que estaba en un cuarto piso. Cuando entendí lo que había pasado, grité. Victor llegó a mi cuarto, entonces él tenía quince años, me abrazó y me prometió que todo saldría bien. Cuando cumplió los dieciséis, obligó a mis padres a firmarle un documento en el que lo declaraban mayor de edad, y otro en el que le concedían mi custodia absoluta sin posibilidad de contacto. Nos fuimos al día siguiente.

-Y llevas vagando por el mundo desde entonces -Laura asintió seriamente-. Así que eso fue lo que hiciste, me obligaste a olvidarte -repitió el gesto-. No entiendo por qué.

-Maté a una persona, ¿no te das cuenta de que podría volver a hacerlo?

-Ya, y mañana puede atropellarme un autobús. La vida es así de impredecible. Pero si te pasas la vida apartando a todo el mundo, nunca vas a vivir.

Laura miró a Gabriel con una sonrisa sincera, el primer gesto como ese que hacía desde hacía más de seis años. Podía intentarlo, ¿por qué no? Si las cosas se salían de control, solo tendría que obligarle a olvidarla otra vez. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía ser como los demás.

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