El yate cortaba las olas del mar, trazando un surco que las partía en dos. Navegaban con viento a favor, una brisa ligera que recorría la cubierta blanca como un suspiro, y el olor del mar los hacía sentir en completa libertad.
Que Demian recordase, no se había sentido así desde que era niño, antes de que su madre muriese. Ni siquiera la recordaba, solo tenía de ella una vaga imagen en su mente, y esto era así porque su padre había encerrado bajo llave todas sus fotografías y recuerdos.
Naomi rodeó su cintura con los brazos y él le dedicó una sonrisa. Se habían conocido esa misma mañana paseando por la orilla de la playa de un pequeño pueblo del norte de Lugo, y su cautivadora sonrisa le llevó a invitarla a pasear en su yate.
De todas las cosas que su padre le había dado, esa embarcación era su favorita. La había llamado Ángela, igual que su madre, y en cuanto Naomi vio el nombre sobre la popa del barco, frunció el ceño con evidente molestia. Demian hubo de explicarle el origen del nombre de su yate, y eso pareció tranquilizar a esa chica de cabello pelirrojo.
-¿A dónde vamos?
-A donde quieras.
Pasaron de largo el faro negro y amarillo que se alzaba sobre un islote hecho de piedras y cemento, y estuvieron navegando sobre las olas del Cantábrico durante horas. El sol empezó a ponerse lentamente y Demian decidió que era el momento de volver.
Era ya de noche cuando atracaron en el puerto de aquel pueblo costero y se internaron en la ciudad. Él la rodeaba por la cintura, y de algún modo empezaba a quererla. Entonces una estrella fugaz atravesó el cielo, y sonrió como cuando era un niño. Podría pedirle cientos de cosas a aquella viajante plateada, pero en ese momento solo pensaba en que Naomi permaneciese junto a él durante cada segundo de vida.
Sabía que su padre nunca aprobaría una relación como esa, surgida de un momento en el que ella se tropezó con su cuerpo y él se disculpó llevándola a navegar sobre aquellas olas perfectas.
-¿Qué quieres hacer ahora?
-Me da igual.
...
Habían pasado doce años desde aquel día, y todavía la recordaba con amor. Nunca pudo entender el dolor que sentía su ahora anciano padre, hasta que ella enfermó de leucemia y la muerte se la llevó. No estaba enfadado con ella por haberse ido, ni con la muerte por arrebatársela, sino con él mismo por no haber pasado más tiempo a su lado.
Arrodillado sobre su tumba, con las dalias violetas en la mano y el corazón roto, lloraba como un niño pequeño, mientras su padre intentaba a duras penas calmar el dolor de su corazón. Miró el nombre grabado en la lápida con el rostro lleno de lágrimas, y luego a su hijo, en brazos de la niñera. Antes había tenido una fugaz relación pasajera como el aire con esa mujer, pero no podía hacer eso nunca más. Con un esfuerzo titánico se levantó del suelo, tomó a su hijo en brazos y se fue de allí sin despedirse. No quería ser como su padre, no quería ocultarle a su hijo la existencia de Naomi y, por mucho que le doliese, le contaría todos los recuerdos que tenía sobre ella, incluido aquella mañana de agosto en la que se habían conocido en un pueblo del norte de Lugo.
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