Lord François Sagan era el niño mimado del conde de Auvernia, pero no en el sentido de hacer lo que quisiese cuando lo desease. El lord del hermoso condado había procurado para su hijo una muy esmerada educación, buscando para él profesores de italiano, inglés, latín y alemán, grandes filósofos para enseñarle a pensar, y el gran René-Antoine Houasse, cuyo hijo trabajaba para el mismísimo Felipe V del Imperio Español, que empezaba a escapársele entre los dedos.
Si algo se le daba bien al joven François eso era la pintura. Le pedía a su padre pinturas de Egipto, China e Italia, hacía sus propias mezclas únicas, dejando sin palabras a su maestro al sorprenderle con tonos de azul tan puros como el mar o con un amarillo que dejaría al sol en evidencia.
Lord Sagan no tardó en hacerse famoso, no solo por su talento para crear colores únicos, sino por su arte con el pincel. Mayormente dibujaba paisajes salidos de sus sueños, cisnes con plumas tan vívidas que parecían reales, flores de brillantes colores que incluso reflejaban la luz del sol. Extrañamente eso no satisfacía a su padre, pero eso a François le daba igual.
-Píntame...
Su hermana Josephine le había pedido eso cientos de veces, pero él siempre se negaba, no porque no quisiese hacerlo, sino porque temía que su padre lo castigase por ello. El conde esperaba de su hijo que fuese inteligente, no un alma artística. Saber que sus esfuerzos por enseñarle a pensar habían sido infructuosos le molestaba. Al chico le importaba mucho más pintar, leer o admirar el mundo que dirigir Auvernia, pese a que sabía que, tarde o temprano, sería necesario. Era Josephine quien estaba más preparada para este menester, pero ¿cómo una mujer iba a administrar el condado? Eso era inconcebible.
François se dio cuenta entonces de que solo había una salida posible, una que no implicase verse sometido a los absurdos deseos de su padre. Hacía un par de años había conocido a una mujer que decía ser bruja, y le había entregado pinturas y un pincel. Por miedo o por superstición, jamás los había utilizado, pero si ella tenía razón, era su única salida.
Lord Sagan pintó un bosque lleno de flores nunca antes de vistas, con formas extrañas y colores imposibles. Cuando el cuadro estuvo terminado, lo observó con una sonrisa. Si ese mundo existía, si ese lugar era real, esa era su salida. Acercó la mano muy despacio, intentando atravesar la pintura más allá de sus fronteras, y cerró los ojos.
...
El fuego se extendió por el palacio, Josephine estaba a merced de los campesinos hubiesen sido hostigados por su esposo, quien se hallaba encadenado a su lado. Hacía varios años que su hermano había desaparecido sin dejar siquiera un rastro que seguir, pero si por un momento pensó que fuese capaz de vivir en paz, no contó con la furia ciega del pueblo hacia la nobleza ni con el incendio a la Bastilla.
La puerta estaba cerrada, los furiosos y airados campesinos se acercaban cada vez más, y salió corriendo. Por desgracia para ella, o más bien por suerte, estaba tan asustada que no miró por dónde caminaba, y en lugar de doblar a la derecha por el recodo hacia su dormitorio, se tropezó justo con la pared... o lo habría hecho de no ser por el último cuadro de su hermano.
Sintió que caía, más profundamente de lo que jamás lo había hecho, era como si estuviese atravesando el firmamento y se aventurase hacia el suelo, una caída que supuso mortal... pero que el bosque que su hermano pintó había detenido su caída suavemente.
-¿Jo?
Reconocía esa voz, pero era imposible, habían pasado 40 años, lo creía muerto. Levantó la cabeza con algo de duda y allí, como si no hubiese pasado ni un solo segundo, estaba François. Se incorporó para poder examinarle de cerca, y le sorprendió ver que no había rastro alguno de edad en su rostro. En su cabeza empezaron a acumularse preguntas, demasiadas como para poder resolverlas, así que en lugar de hablar, se quedó mirándole pasmada, con la boca abierta como un pez y ojos de asombro absoluto.
-Te lo explicaré todo, lo prometo, pero vamos. Mnemosine nos estará esperando.
-¿Quién?
-Mi esposa.
Lo siguió en silencio, con cara de asombro y sin decir palabra. No podía admirar la belleza de aquel paisaje puro como el aire que respiraba, su hermano desaparecido acaparaba toda su atención, así que ni tan siquiera se dio cuenta del paso del tiempo o de cuándo habían llegado, pero supo que estaba en su hogar en el momento en que vio a una mujer de cabello blanco como la nieve, piel con un ligero brillo verdoso, ojos negros y una capa transparente que parecía moverse por sí sola.
-Mi amor, ya has vuelto, ¿quién es ella?
-Mi hermana, se llama Josephine -sonrió-. Ella es Mnemosine.
La extraña mujer se acercó a ella, su capa se desplegó y Josephine casi se desmaya al darse cuenta de que no era en absoluto una capa, sino unas delicadas alas que brillaban ligeramente con el sol. ¿Estaba soñando o esa mujer era un hada?
...
La vieron desaparecer, su presa, su captura, y estaban tan furiosos que no pensaron ni un solo segundo en lo que había ocurrido. Sacaron el cuadro poseído al patio del castillo de Lord Blanchard y le prendieron fuego sin miramientos, con la esperanza de destruir a esa mujer para siempre. El conde de Auvernia vio, desde la misma celda que él había mandado construir, cómo el cuadro ardía, y por un segundo, en mitad de las llamas, le pareció ver la figura de su esposa junto a un hombre que no conocía. "Que arda" pensó furioso, ignorante de que el fuego solo destruía el portal que François había creado de la nada cuando apenas tenía quince años, en aquel cuadro que su padre odiaba pero que su hermana había pedido colgar junto a su dormitorio para poder observar cada mañana el último rastro que quedaba de ese chiquillo.
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