Terminó de ajustar el tornillo, agarró el engranaje dorado con las pinzas y lo colocó con cuidado. Llevaba años fabricando y arreglando relojes en un pequeño taller en Dubrovnik, desde el que se podía escuchar el oleaje del mar rompiendo contra el puerto y se veían los barcos desde la ventana. Le gustaba, sobre todo, el olor. Siempre olía a mar, a sal y a eternidad. Podría pasarse meses contemplando el mar desde la ventana y no se aburriría nunca.
La campana de la puerta lo sacó de sus pensamientos, levantó los ojos azul apagado por encima de las gafas para observar al visitante. Era una mujer con un vestido rojo, rubia y de cabello rizado. No le gustaban las personas, solo los relojes, tener que lidiar con el resto de la humanidad era algo inevitable.
-Buenos días señora Turina, ¿viene a recoger su reloj?
-Sí, mi marido está deseando tenerlo.
Se levantó de la silla, fue hasta el mostrador y buscó en un cajón enorme el reloj plateado con esfera azul del marido de Bierska Turina. Se levantó con esfuerzo y sus rodillas crujieron de tal modo que Bierska se puso pálida como un muerto. Sabía que ese hombre era viejo, ya lo era cuando ella tenía ocho años, y cada día que pasaba tenía más y más achaques.
-Aquí lo tiene. He tenido que cambiar un engranaje, se le había roto un diente.
-Ya veo... gracias señor Depolo.
Le entregó la factura y Bierska le pagó el monto que él había considerado oportuno, guardó el reloj en un enorme bolso marrón y salió de la tienda tras una despedida. Entonces el relojero murmuró una protesta y volvió a la mesa de reparaciones.
No estaba en Dubrovnik por elección, no había tenido otro remedio. Sin embargo, si lograba reparar ese aparato, podría volver a casa. Por ello siguió inspeccionándolo durante un buen rato, hasta que, al pulsar el botón, el cacharro emitió un pitido y él sonrió por primera vez en más de cincuenta años.
...
Instalar el conversor de energía fue mucho más complicado de lo que había pensado en un principio, pero ni la mitad que repararlo. Cuando finalmente estuvo anclado en su lugar, pulsó un botón y el motor arrancó sin emitir un solo sonido.
Había añorado sinceramente el frío y la soledad del espacio, era algo muy valioso en ese momento pese a que, cuando había emprendido el viaje de ida, había aborrecido con saña estar en ese frío e inhóspito lugar.
Estuvo recorriendo la soledad de la inmensidad durante varias semanas, o lo que habrían sido semanas de haber estado en el planeta de aquellos borregos. Finalmente aterrizó en su casa y, al salir de la nave, su piel de color cobalto agradeció la luz de su enana blanca. Había podido desprenderse de aquel aspecto desaliñado, con gafas y medio ciego, pero veía mucho más que esos seres no evolucionados.
-Majestad, hacía mucho que no nos veíamos.
-Quiero hablar con el inventor, ahora mismo.
Nadie cuestionó por qué el príncipe Nik TalDar de Nur-Galeh se había ausentado durante lo que para ellos habían sido quince años. Buscaron al inventor y lo llevaron a su presencia y, para sorpresa de todo el consejo Galehano, Nik le pegó una sonora bofetada. Ese gesto era lo más raro que habían visto jamás en Nur-Galeh, pero tampoco lo cuestionaron porque él parecía enfadado.
-Debes corregir los problemas de estabilidad del conversor de energía, me he estrellado en un planeta de seres incivilizados.
-No comprendo, se suponía que debía funcionar sin problemas.
-Procura arreglarlo, de inmediato, o te mandaré a ti en el próximo viaje.
El inventor asintió, dio media vuelta y se fue del palacio. Los galehanos no eran violentos, jamás, así que no podía imaginarse qué había hecho que el príncipe desatase su rabia de tal modo. Todo el mundo sabía lo que pasaba con la rabia y la ambición, lo peligrosas que eran y las guerras que desencadenaban. No fue hasta la llegada de los TalDar al poder que pudieron terminar con los conflictos armados, y para entonces la población de Nur-Galeh era tan escasa que hubieron de pasar ocho generaciones hasta que, finalmente, pudieron empezar a crecer como planeta, como unidad. Si el príncipe Nik se había envenenado de rabia, eso era una cuestión que no iba a resolver pronto.
...
Nadie más volvió a abrir jamás la tienda, mucha gente hubo de protestar al ayuntamiento para que abriesen las puertas y recuperar sus pertenencias porque el relojero había desaparecido sin dejar ni rastro. Lo buscaron durante casi dos años, hasta que finalmente dieron por inútiles sus esfuerzos. El señor Depolo se había ido, probablemente para siempre.
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