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lunes, 20 de marzo de 2023

El libro del infinito

CAPÍTULO 3. 

Podía sentir un olor extraño, como a polvo y humedad, igual que huele justo antes de caer una tormenta. Abrió los ojos lentamente, era de noche, y el cielo despejado lleno de estrellas le mostraba constelaciones que no conocía, brillantes y claras como se ven en el campo, y...

-No puede ser.

Sus ojos debían engañarla porque en el cielo había dos lunas: una llena y otra menguante, adornando el cielo estrellado, junto a una nebulosa violeta. Estaba segura de que no se podía ver ninguna belleza como esa desde Segovia, pero era algo tan hermoso que se quedó mirando durante un tiempo que hubiese jurado infinito, prendada de esa nube violeta con destellos blancos.

Era tal la belleza del cielo nocturno que ni siquiera se dio cuenta de que algo se movía entre las densas hojas del bosque hasta que fue demasiado tarde. Se puso de pie, con los nervios en tensión. Las hojas espesas de los matorrales ocultaban algo, y podrían incluso ser animales salvajes. Si eso era así había pocas probabilidades de que pudiese escapar, pero tenía que intentarlo.

Buscó con la mirada un camino, algo entre la espesura que le diese un modo de escapar, y encontró un estrecho pasaje que, si la vista no le fallaba, llevaba hasta una bahía. No era la mejor corriendo, pero tampoco era lenta. Sin pensarlo empezó a correr, mientras lo que fuese que la hubiese estado acechando la perseguía. Avanzaba sin mirar a dónde iba, siguiendo la dirección que le marcaba su instinto, pero este nunca había sido demasiado bueno, así que llegó a un acantilado muy alto.

Si mal no recordaba, la luna influía sobre las mareas y eso significaba que, siendo dos lunas, la marea sería mucho más fuerte. Retrocedió un paso, pero entonces volvió a escucharlo. Lo que la hubiese estado persiguiendo se acercaba muy deprisa. Podía quedarse ahí y arriesgarse a que los animales del bosque le hiciesen daño, o saltar del acantilado al sorprendentemente calmado océano y afrontar la posibilidad de que el acantilado terminase en rocas puntiagudas.

Un aullido cerca de ella le hizo tomar una decisión, corrió los tres pasos que la separaban del vacío y saltó hacia el mar. Esperaba que las rocas la destrozasen, pero no había absolutamente nada, solo aguas tranquilas, una cueva a sus espaldas y... un pez enorme con un cuerpo extraño y una melena pelirroja... ¿una sirena? Debía de estar soñando, pero podía sentir el peso del agua sobre ella y la humedad rodeando su piel. No estaba dormida, acababa de ver una sirena.

Sin embargo, no tuvo tiempo de acostumbrarse a la certeza de estar despierta, sintió algo extraño rodeando sus pies, miró hacia abajo y vio una red de pescar. Alguien le había lanzado una red y tiraba de ella con fuerza, sacándola del agua.

Al principio, pese a agradecer poder respirar de nuevo, la posibilidad de que sus perseguidores la hubiesen alcanzado la aterrorizó. No tenía demasiado sentido pensar que un animal pudiese pescar, claro que tampoco tenía sentido estar segura de haber visto una sirena. No podía evitar sentirse aterrorizada, claro que tampoco tenía demasiado tiempo para acostumbrarse a esa sensación, porque cuando quiso darse cuenta la red cayó sobre un suelo duro.

Emitió un quejido a modo de protesta y se incorporó lentamente. Estaba en un suelo de madera, el olor del mar todavía la rodeaba y podía escuchar un aleteo muy fuerte por encima de su cabeza, que no dejaba de dar vueltas.

-Tenemos cena, capitán.

¿Capitán? Claro, seguramente estaba en el barco. Podía intentar pedirles ayuda, claro que todavía no se atrevía a levantar la mirada del suelo de madera. Alguien cortó la red, y por un momento temió realmente por su vida. Si había caído en el lugar incorrecto, seguramente alguien intentaría comérsela. Pero no fue eso lo que sintió, sino algo pesado sobre sus hombros. Abrió los ojos y miró sus brazos, que se cubrían con las mangas vacías de una casaca negra.

-Asad los peces, yo me ocupo de la chica.

Quizá fuese por esa voz grave y tranquilizadora, pero se dejó guiar hacia donde ese hombre la llevaba. No le conocía de nada, pero tampoco parecía mala persona. En cuanto escuchó la puerta cerrase tras ella, por fin se atrevió a mirar a su alrededor. Estaba en un camarote, había mapas, sobre una mesa, un compás, dos brújulas e incluso un sextante dorado. Sin embargo, lo que más captó su atención, fue el hombre que la había salvado.

Tenía el pelo negro, corto y una barba incipiente, debía tener más o menos su edad, quizá uno o dos años más, pero no parecía saber siquiera lo que era un ordenador, o por lo menos no había ninguno en el barco. ¿Por qué ese hombre llevaba un barco de madera y se manejaba con mapas?

-Me llamo James, ¿y tú eres?

-Tatiana.

Tartamudeaba por el frío que se había colado en su piel, y James la guio hacia la ¿chimenea? ¿Por qué un barco de madera tenía una chimenea? ¿Cómo era que no se incendiaba el balandro?

-Peter me dijo una vez que le gustaba mucho ese nombre. Supongo que él te ha traído hasta aquí -su negativa sorprendió a Jack-. Entonces, ¿cómo has llegado?


Melody observó la página con semblante preocupado. Si Tatiana se hubiese quedado en el bosque, seguramente habría llegado al campamento y, con un poco de suerte, habría encontrado el modo de volver, pero eso ya no era posible. No era que desconfiase de James, de hecho le debía la vida, pero si había acabado en el barco eso solo podía significar que estaba a punto de empezar a buscar ese dichoso libro.

-Ana -la mujer levantó la vista del periódico-, ¿de verdad pretendes que Tatiana encuentre El libro del Infinito? ¿Por qué?

-Toda búsqueda cambia al héroe de la historia.

Eso no podía discutírselo, pero si nunca se habían aventurado a ir tras ese libro, era por una razón muy importante.

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